Austen Summers aparentaba ser un profesor de larga data. Un maestro que encandila a sus estudiantes con métodos didácticos, salidas a campo, conceptos con amplia teorización, y un ejemplo, él, del “éxito” de su clase.
En un apartamento de Medellín, el extranjero reunía a su tribu alrededor de su concejo sabio, dispuesta a seguir el camino señalado, expectante por la información privilegiada, entregada solo a unos pocos, de cómo se conquista y se lleva a la cama a una mujer paisa.
Como el mejor analista, Summers entregaba un perfil detallado del objeto de su estudio. Mujeres sumisas, con cuerpos candentes y una disposición casi completa y permanente al sexo. La clave, decía el autoproclamado profesor, era insistir. Allí donde ella dijera que no, persistir. Allí donde ella se mostrara esquiva, nunca rendirse. El método era infalible. Un Sí estaba asegurado, si el alumno seguía las instrucciones al pie de la letra. Como en una cacería, que la presa cayera era solo cuestión de tiempo.
“Desde niños y niñas todos crecimos escuchando erróneamente que cuando una mujer dice No, en realidad lo que quiere decir es Sí”, dice Piedad Toro, de la Corporación Amiga Joven.
En las salidas a campo, los estudiantes de Summers rechazaban las negativas y utilizaban métodos de distracción para llevar la conversación con la mujer a otro plano mientras caminaban a su lado, mientras la seguían con la esperanza, tal vez, de saber dónde vivía, dónde trabajaba o qué lugares frecuentaba.
La máxima de nunca aceptar un No se respetaba con la dignidad del adulto que sabe lo que es mejor para su aprendiz. “Una infantilización. La idea de que las mujeres somos como los niños y necesitamos protección y cuidado, pero sobretodo, que no sabemos lo que queremos y debemos ser reeducadas y guiadas por el sendero correcto”, apunta Toro. Un camino cuyo final no puede ser otro que la entrega, sin resistencia, a los deseos masculinos de quien emprende la treta de “cortejo”.
De la conquista al acoso
“¿Conquista? De ninguna manera. El acoso se ha normalizado hasta el punto de consentirlo como una aproximación aceptable del hombre a la mujer. El consentimiento, que no solo es verbal sino también corporal, debe ser la piedra angular de cualquier relación humana”, dice con firmeza Dora Saldarriaga, psicóloga y coordinadora de Investigación en la Corporación Educativa Combos.
En el fondo, la instrucción de Summers de insistir a toda costa no era más que la anulación de la mujer como una persona autónoma, capaz de decir No.
Un No que se puede expresar con un caminar presuroso, con una risa nerviosa, con un gesto incomodo. Un No que a veces, incluso, es un terreno desconocido. ”A las mujeres no nos han enseñado a decir que No. Nosotras también crecimos escuchando el relato de que hay que complacer. Se vuelve un reto entender que no se tiene que saludar a todo mundo con un beso, que nadie tiene por qué cargarnos sin nuestro consentimiento, que no es verdad que esos sean gestos de cortesía”, dice Toro.
Un No que también se expresa en palabras. Pueden ser firmes, decididas, como deberían poder serlo siempre, pero que suelen expresarse con miedo. “Nos educan con la premisa de no hacer sentir mal al hombre. Entonces si usted le va a decir que No, hágalo con tacto, para que no se sienta ofendido”, señala la experta. Un No con temor a pisotear falsas honras.
“Hay una sensación de que si a usted como hombre una mujer le dice que No, es porque usted lo hizo muy mal. Su masculinidad queda retada, minimizada. Al hombre le han enseñado que si no es capaz de controlar, someter a una mujer, se pone en juego su honra. ¿Cómo fallaste si sos el sexo fuerte, el que debe tomar la iniciativa? Un No se convierte en una ofensa”, señala Toro. Y ante la ofensa, la respuesta reactiva no se hace esperar.
Cuando los niños no obedecen lo que dice un adulto, son reprendidos. “Cuando la mujer, infantilizada, no se comporta como se espera de ella, es disciplinada”, dice la experta. El feminicidio es la cúspide de una pirámide cimentada en situaciones de acoso como la que Summers enseñaba y llevaba a cabo en Medellín. Un silbido, un piropo, la acción de creerse con el derecho de opinar sobre la ropa, el caminar o el cuerpo de una desconocida en la calle. Actitudes de acoso que nadan en un vacío jurídico que permite su reproducción sin ninguna consecuencia.
Leyes sin piso
El artículo 210 del Código Penal colombiano estipula que aquel que “(…) en beneficio suyo o de un tercero y valiéndose de su superioridad manifiesta o relaciones de autoridad o de poder, edad, sexo, posición laboral, social, familiar o económica, acose, persiga, hostigue o asedie física o verbalmente, con fines sexuales no consentidos, a otra persona, incurrirá en prisión de uno (1) a tres (3) años”.
Aunque parece amplio, la definición se ha quedado corta. Así lo señala Juliet Gómez Osorio, directora de la Corporación Colectiva Justicia Mujer. “Hay enormes dificultades. La Corte Constitucional ha hecho diversas interpretaciones que han dejado sin piso, para el acoso callejero, el artículo 210 del Código. En una sentencia del año pasado, por ejemplo, se señala que el piropo en la calle no es una actitud lo suficientemente lesiva como para constituirse en delito”, dice Osorio.
La aplicación, entre tanto, se ha centrado más en el acoso laboral. Aún así, en los casos reportados la impunidad es un problema. Según las cifras que tiene la Corporación Justicia Mujer, del 2008 al 2018 se registraron 13.641 casos de acoso adelantados por la Fiscalía. De ellos, solo en el 1% hubo algún tipo de condena. Estas cifras obvian el acoso callejero, el más común y naturalizado.
Las razones que explican este vacío son la mejor prueba, paradójicamente, de la necesidad de detallar aún más los alcances del acoso. Osorio explica que la interpretación y aplicación del artículo 210 “está atravesado por una idea de que no tiene sentido meter a la cárcel a todos los hombres porque las mujeres son solo una escandalosas”.
Fuente: El Colombiano