La minería legal en Colombia funciona a la par de su obscuro némesis, la explotación ilícita, un estigma del que el país no se ha podido librar y que parece tomar cada vez más control del sector con el uso del mercurio en sus procesos, lo que genera consecuencias de altísimo impacto para la salud y el medio ambiente.
A tal ritmo crece la informalidad, que cada vez hay más incursión del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en el sector, para suministrarle el mortal mercurio y facilitar la separación del oro de otros componentes, a expensas de la mortal contaminación que genera ese metal en el agua, el aire y la tierra.
Se pierde el sentido de producir conservando y conservar produciendo. Y mientras los mineros ilegales reciben el mercurio en pimpinas por parte de la guerrilla, para seguir destruyendo ecosistemas y enriquecerse con el oro extraído, sin pagar impuestos ni responder al Estado; los procesos burocráticos de organismos ambientales retrasan y se burlan de los inversionistas que plantean proyectos serios, con desarrollo limpio de la actividad, a través de técnicas modernas y amigables con el entorno.
Quedan por fuera esos proyectos de explotación minera ambientalista que generan empleo formal y, además, suman retribuciones al Estado que luego este puede distribuir en sectores como la salud y la educación.