Colombia Violencia

1989: El año en el que los narcos nos desangraron

Cuando algo puede salir mal, saldrá mal’. La frase del ingeniero aeroespacial Edward Aloysius Murphy, que se convirtió en mantra del pesimismo mundial, aplica perfectamente a lo que vivió Colombia en 1989. Ese año el narcotráfico nos trató de lanzar, a punta de explosiones y sangre, al abismo.

Y si bien, a punta de ‘fe y esperanza’ hemos logrado alzar cabeza y salir lentamente de ese foso, la caída nos dejó heridas y lesiones imposibles de borrar. Tanto que hoy, tres décadas después, aún extrañamos los liderazgos que las balas nos arrebataron.

El 1 de enero, el entonces presidente Virgilio Barco, en su discurso de comienzo de año, decía: “Sabemos que la historia de Colombia ha sido tormentosa, dura. Eso no hay que olvidarlo. Pero tampoco hay que olvidar que siempre hemos superado las etapas difíciles”.

Esa cita, que pasó inadvertida en los titulares de prensa de entonces, parecía vaticinar el horror de esos 365 días. Una pesadilla que, sin embrago, no fue producto de la casualidad sino la cresta de una ola violenta que ya nos había arrebatado al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla (asesinado por hombres de Pablo Escobar en 1984) a 12 magistrados de la Corte Suprema de Justicia (en la toma del M-19 al Palacio de Justicia en 1986) y a funcionarios claves para la institucionalidad como el procurador Carlos Mauro Hoyos (en 1988, también a manos de Escobar).

“Nos pegaron la matada más HP”

“A los jueces hay que matarlos por la autopista, y mire a ver usted cómo va a organizar para que hagan el trabajo”. Con esas palabras, el narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha dio la orden de asesinar a 12 funcionarios judiciales en una carretera de Simacota (Santander), el 18 de enero de 1989. ¿La razón del crimen? Estaban investigando desapariciones forzadas y asesinatos selectivos en esa región del país. El año empezaba mal.

Con la anuencia de algunos hombres de la Fuerza Publica y haciéndose pasar por guerrilleros, hombres de ‘Los Macetos’, grupo paramilitar del Magdalena Medio al mando de Alonso de Jesús Baquero, alias ‘Vladimir’, interceptaron a la comisión judicial y con engaños les quitaron los revólveres que portaban. Luego los amarraron y los llevaron al paraje La Laguna, en la carretera que conduce a Barrancabermeja, en la Vía Panamericana.

Allí, unos 15 hombres armados los fusilaron. Las víctimas: dos jueces, seis agentes de policía judicial, dos secretarios de los despachos judiciales y dos conductores. Tres se salvaron. Wilson Mantilla, Arturo Salgado y Manuel Libardo Díaz, quienes se hicieron los muertos para que no les siguieran disparando. “Nos pegaron la matada más hijueputa”, relató, textualmente, Salgado el 20 de enero. “Antes de que me sacaran cerré los ojos, abrí la boca, saqué la lengua y la torcí. Después me quedé quietico como los muertos”.

El desangre de la Izquierda

“Asesinados dirigentes comunistas en Bogotá”. La noticia apareció el 28 de febrero. Las víctimas: Teófilo Forero Castro, diputado de la UP; su esposa Leonilde Mora y José Antonio Sotelo, del Comité Central del Partido Comunista.

“El diputado se disponía a ingresar al asadero de pollos ‘La Brasa Roja’ de la carrera 30 No. 1-A 15, cuando fue sorprendido por varias ráfagas de ametralladora”, narra la historia publicada por este medio. Estaba claro de dónde provenían las balas. O al menos, quién había mandado dispararlas: la oscura alianza entre paramilitares y narcos del Cartel de Medellín.

Esas balas fueron las mismas que, cuatro días después, en pleno aeropuerto Eldorado, acribillaron a José Antequera, el segundo dirigente más importante de la UP, y quien junto a Bernardo Jaramillo Ossa era considerado un gran promesa de la política nacional. Dos sicarios, armados con subametralladoras, lo acribillaron. A su lado cayó, herido, Ernesto Samper Pizano, quien recibió en su cuerpo 10 de los tiros que dispararon los asesinos.

“¿Usted todavía en el país?”, le preguntó Samper a Antequera segundos antes de que sonaran las balas, relata la edición del 4 de marzo. Un sicario fue abatido. El otro huyó. Y ‘Pepe’, como le decían sus amigos, se convirtió en la víctima 721 en cinco años de exterminio de la UP. ¿Y ahora qué? No había, ni hubo respuesta. La mano negra que masacró a ese partido siguió de largo hasta llegar a los tres mil asesinatos.

Asesinaron la esperanza

Pero la barbarie del narcotráfico no dio tregua en 1989. El 4 de julio, un carrobomba puesto por el Cartel de Medellín cerca al estadio Atanasio Girardot acabó con la vida del entonces gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur.

El 28 de ese mismo mes es asesinada, en esa misma ciudad, la jueza Maria Elena Díaz Pérez por no querer revocar una orden de aseguramiento contra Pablo Escobar. y el 16 de agosto, también por avanzar en procesos contra el capo, es baleado el magistrado Carlos Valencia García. El narcotráfico estaba decidido a arrodillar y atemorizar a la justicia colombiana. Y eso que aún no llegaba la noche más oscura de todas. La del 18 de agosto a las 8:40 p.m. en Soacha, cuando la mafia mató a Luis Carlos Galán Sarmiento.

Como contó este diario: “En menos de 12 horas las mafias del narcotráfico presentaron al país uno de sus más contundentes desplantes: los asesinatos del precandidato liberal Luis Carlos Galán, anoche en Bogotá y del comandante de la policía de Antioquia, coronel Valdemar Franklin Quintero, en Medellín”.

“Vida Hp. Las pancartas no eran normales, las pancartas nos taparon la visibilidad. Había una veintena de pancartas a solo cuatro metros de la tarima. Estaban unidas como un muro. No dejaban ver nada”, contó entre lágrimas uno de los escoltas del candidato.

Y tenía razón. Hoy, 30 años después, se sabe que detrás de esas pancartas se camuflaron los asesinos. Esos que Galán ya había presagiado que lo alcanzarían. No por nada, horas antes de morir, le dijo a Hernando Santos, director de El Tiempo: “Voy bien, pero temo que puedan ocurrir cosas desagradables estos días. El asesinato del coronel Valdemar Franklin en Medellín me va a traer consecuencias desagradables”.

Colombia era Beirut

La sensación tras la muerte de Galán era unánime: estábamos perdiendo la guerra contra el narcotráfico. El Gobierno fortaleció los operativos para allanar y expropiar las propiedades de Escobar y sus secuaces, al tiempo que estableció la extradición por decreto y sin necesidad de un concepto judicial. Empezaba una nueva guerra contra Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha. Y la respuesta de los mafiosos fue aterradora: volaron un avión comercial en pleno vuelo y luego destruyeron con un bus bomba, las instalaciones del DAS, llevándose de paso a todo un barrio por delante.

El caso del Avión fue aterrador. Cinco minutos después de despegar del Dorado rumbo a Cali, el vuelo HK1803 de Avianca, al mando del capitán Jose Ignacio Ossa, estalló en el aire. Nadie, ninguno de los 107 pasajeros y tripulantes sobrevivió y los restos de la aeronave quedaron esparcidos a 5 kilómetros a la redonda en el municipio de Soacha (Cundinamarca).

Varios días después se confirmó lo increíble: la explosión la causó una bomba puesta en la silla 15-F, encima de los tanques de combustible y el objetivo era asesinar a César Gaviria, candidato a la Presidencia que había retomado las banderas de Galán. El político pereirano no alcanzó a abordar el vuelo.

El estupor era total. Pero no hubo tiempo para digerir el miedo y la incredulidad, porque nueve días después, el 6 de diciembre, un bus con 500 kilos de dinamita congelada estalló al frente de las instalaciones del DAS en pleno centro de Bogotá y en una hora de alta afluencia de personas: 7:33 de la mañana. Murieron 70 personas, más de 700 quedaron heridas y se destruyeron 23 cuadras a la redonda.

“El panorama era desolador -reseñaba El Tiempo- árboles arrancados de raíz, un cráter de 13 metros de diámetro y cuatro de profundidad, asfalto levantado, carrocerías de automóviles en las azoteas de los edificios, incendios y cuerpos mutilados esparcidos por la calle”.

La barbarie había llegado a su punto máximo. A límites intolerables. Los narcos, tres meses después del asesinato de Galán y de que el presidente Barco les declarara la guerra frontal , habían cometido 259 atentados con 218 personas muertas. Y el Estado, salvo allanamientos y decomisos, no lograba resultados contundentes. “Narcos vuelven Bogotá un Beirut”, reseñaban los medios el día del atentado al DAS. En realidad, ya toda Colombia parecía Beirut.

No pudieron callar al periodismo

La prensa también fue objeto de esa oleada de odio y violencia. El 2 de septiembre, un camión Dodge modelo 87 repleto de dinamita por poco borra de la ciudad las instalaciones del Diario El Espectador. El saldo fue de 75 heridos. “Les vamos a hacer la fiesta”, habían amenazado los narcos días antes. “¡Seguimos adelante!”, respondieron con valentía los periodistas en el titular de primera página de la edición que salió al día siguiente. No habían logrado silenciarlos.

La siguente víctima fue el periódico santandereano Vanguardia Liberal, cuando un carro bomba destrozó sus instalaciones el lunes 18 de octubre a las 6:10 de la mañana. La explosión mató a cuatro personas e hirió a seis. Pero tampoco silenció las máquinas de escribir. A punta de velas y removiendo escombros, el diario logró sacar a la venta una edición de 18 páginas.

Y por si esos dos ataques no fueran suficientes, el 29 de octubre fue herido gravemente el periodista Jorge Enrique Pulido, quien desde su espacio noticioso ‘Mundo Visión’ denunciaba la corrupción del narcotráfico en el país. Un sicario se acercó a su auto y le descerrajó dos tiros: uno en el cráneo y otro en el pulmón. Falleció el 9 de noviembre tras 10 días de agonía. Antes, el 2 de ese mes, alcanzó a escribir una nota, que a la postre fue su despedida: “Saludo a Colombia, ese hermoso país por el que vale darse todo… todo”.

El brillo en las canchas, la sangre fuera de ellas

Lo paradójico era que, al mismo tiempo con la tragedia, el fútbol le sacaba sonrisas a Colombia. Ese año, un Atlético Nacional imparable conquistó por primera vez para Colombia la Copa Libertadores de América.

Pero, más histórico aún, la Selección Colombia, dirigida por Francisco Maturana y con René Higuita, Carlos ‘el Pibe Valderrama, Freddy Rincón y Arnoldo Iguarán en sus filas, hizo soñar al país cuando logró, luego de 28 años, clasificar a un Mundial de Fútbol. El de Italia 90.

Pero los capos, que todo lo corrompen, habían tocado también al más bello de los deportes. El torneo rentado nacional, entre noviembre y diciembre, estaba en su fase final: se definían los cuatro clasificados al cuadrangular final y ya estaban asegurados Junior y Millonarios. Mientras que América, Nacional, Medellín y Unión Magdalena definirían a los otros dos finalistas. Y los narcos tenían sus preferencias, apostaban mucho dinero y amenazaban.

“Arbitro que pite mal, lo borramos”, era una frase que debían escuchar ‘los de negro’ constantemente. Pitar en un estadio de Colombia era, literalmente, jugarse la cabeza. Y la ruleta rusa le tocó, el 15 de noviembre, a Álvaro Ortega Madero. Su ‘pecado’: haberle anulado, una semana antes, un gol al Independiente Medellin cuando perdía 2-3 frente al América, en Cali. Y pese a que se sabía que estaba en riesgo su vida, fue incluído en la terna para el juego de vuelta entre ambos equipos, que terminó 0 a 0.

Ortega, luego del partido, se fue al Hotel Nutibara, en Medellín, acompañado por su colega Jesús Díaz. A la entrada los esperaba el verdugo: “Quítate ‘Chucho’, que esto no es contigo”, dijo el pistolero antes de asesinar, de seis tiros, al juez de línea.

Colombia regresaba al Mundial, pero al mismo tiempo su fútbol interno estaba sucio, corrupto. Siete días después la Dimayor, tras reunirse con los miembros de los clubes, decidió cancelar el campeonato por falta de garantías. No habría ganador ese año. Título desierto. Derrota para todos y bochorno mundial.

Cae Gacha, respira el país

Un país en el abismo. Un gobierno tambaleante que buscaba reformar la Constitución a través de una reforma a la que ‘de la nada’ le habían colgado un ‘narcomico’: pedirle a los colombianos que decidieran, vía consulta popular, si la extradición (el mayor miedo de los narcotraficantes) debía seguir o prohibirse en el país. Fueron 22 congresistas los que impulsaron esa iniciativa que, obviamente, despertó toda clase de sospechas. Y más cuando los narcos celebraron que ese esperpento se aprobara en la Cámara de Representantes.

De haberse convertido en ley, habría sido la debacle absoluta. Pero el Senado logró detenerla y darle un respiro a Barco. Un pequeño triunfo en medio de la tragedia.

Pero lo que en realidad salvó a su gobierno del hundimiento absoluto fue abatir, el 15 de diciembre, a Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘el Mexicano’, considerado el brazo militar de Escobar. El capo, y su hijo Feddy , cayeron tras una cacería de cuatro días por tierra, mar y aire, entre Cartagena y Tolú.

Relató la crónica publicada el 16 de diciembre que Rodríguez Gacha , al verse acorralado, se subió en un campero e intentó huir por la tupida vegetación de la zona. Pero tuvo que salir corriendo del vehículo al toparse con un retén en la vía que desde Tolú lleva a Ciénaga, en el Magdalena y se escondió detrás de una mata de plátano. Hasta ahí llegó un helicóptero artillado de la Policía y con ráfagas de ametralladora .50 le destrozó el cráneo. “Culminó así, en un platanal perdido, la vida de uno de los hombres más buscados del mundo”, comenta, a manera de cierre, el artículo.

Era el primer golpe real contra el Cartel de Medellín desde que Barco había declarado la guerra frontal. Pero más allá, fue retomar la esperanza. Los narcos no eran intocables, ni invencibles. Con decisión podrían ser acorralados y acabados. Y la muerte de Gacha le permitió mantenerse a flote a un gobierno tambaleante, maltrecho y dubitativo.

Ahora venía un nuevo año. El comienzo de una nueva década, la última del siglo XX. Lo increíble, es que esas palabras parecían un vaticinio de los retos y esperanzas que hoy, 30 años después, todavía tenemos como Nación:

“Conservamos crecida la fe en el país y el convencimiento de que, al reducir la violencia del narcotráfico, el terrorismo, los crímenes cometidos por las guerrillas, empañadas con un tinte bandoleril, todo puede ser, no fácil, sino menos difícil”.

Fuente: El Tiempo